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En
por Juan Yolin
Ese lugar que habitamos y que nos habita

La familia tiene un lenguaje que sólo la casa conoce. Armando Rubio

La casa es un cuerpo y el cuerpo una casa, o al menos eso parecieran decir un grueso de las sociedades indígenas. En diversas cosmologías, el universo es la primera casa, la arquetípica. Contenidas dentro, las casas del hombre. El símbolo o la metáfora asociada al hogar es a su vez el desprendimiento de una larga cadena de relaciones que apuntan a lo mismo: es en las casas, es decir, los microcosmos, donde el ser humano se ubica en relación al universo. No es mi intención postular que la obra de Carolina Antoniadis tenga un carácter antropológico, pero a todas luces su vínculo con el hogar no dista de la manera en que distintas culturas lo han concebido, otorgándole una significación que trasciende el plano físico, ligándose estrechamente con las profundidades de la psique. Es más, dicha semejanza permite neutralizar una clave básica para aproximarse a este trabajo: domus referencial, título de la muestra antológica de la artista, funciona en tanto domus es hogar y fracción fonética de lo doméstico. El espacio de lo familiar.

Todo lenguaje es un límite. La casa, como versa el epígrafe de este texto, también posee el suyo. ¿Cómo atravesar ese límite y en un gesto radical revitalizamos un lugar que nos es común a todos? En las pinturas de Antoniadis la preocupación por el espacio, el barroquismo de la composición, la expansión de los elementos y la subjetivación de las figuras generan un despliegue de las memorias de su autora. En efecto, ella misma suele aparecer en sus obras. De su trabajo se ha dicho que mana un hedonismo, una autorreferencialidad que expresa un “placer por pintar”. Si bien a una primera venida estas pinturas comunican dicho placer, es a través de un acercamiento reflexivo donde se hace manifiesta una estremecedora saturación, un extrañamiento de lo afectivo. Surge entonces otra clave sobre el juego que encierran estas obras: dado que tanto la memoria como el hogar son espacios enrarecidos; placer y dolor, felicidad y angustia, recuerdo y nostalgia se ligan a tal punto que su desenlace, es decir, esa extraña configuración genealógica que destaca en el cuerpo total de su obra, no viene a dar cuenta del placer, sino más bien a la condición primera de la satisfacción: el deseo. ¿Pero a qué deseo nos referimos?

El tiempo ya ido
“Las fotografías son reliquias del pasado, huellas de lo que ha sucedido. Si los vivos asumieran el pasado, si éste se convirtiera en una parte integrante del proceso mediante el cual las personas van creando su propia historia, todas las fotografías volverían a adquirir entonces un contexto vivo”, dice John Berger en alusión a la separación temporal propia del trabajo fotográfico. El lente comunica un tiempo pasado y la imagen pasa a ser una representación indirecta: otro hecho, otro tiempo. Siguiendo esta línea, podría decirse que Carolina Antoniadis trabaja sobre dos materias primas: la memoria y el registro. A raíz de una sentida pérdida, la artista vuelve a la casa de su infancia donde los objetos y el decorado realzan las voces de un tiempo ya ido. En el desván, encuentra cajas con fotografías familiares, las cuáles se convertirán en la matriz de su obra. El tratamiento de esas fotografías actúa como una fijación de escenas donde la vida se ve suspendida, dando paso un espacio en el que las presencias dialogan fuera del tiempo. Las pinturas, en evidente gesto pop y kitsch, parecieran decir lo contrario, pero basta con agudizar el ojo (a la imagen) y el oído (a las voces) para acceder a una suerte de paraíso artificial pleno de significaciones. No es la muerte la que se hace presente, sino la ausencia de esta última y, por qué no, también de la vida. Lo que el ojo no ve, la imaginación lo traspone.

Muchos mundos, una misma imagen
Neobarroco y neodecorativista, el lenguaje pictórico de Antoniadis expande, diluye y colma hasta la desaparición. Cerámicas, figuras decorativas y tramas textiles son el inventario de alegorías con el que dispone. La representación de la figura humana, desprovista de facciones, vacía en sus contornos, toma como base ciertas posturas fotográficas que dan la apariencia de seres inanimados. Estas figuras, congeladas en la retina, se hallan hipersubjetivizadas, lo que da pie a que el retrato se convierta en un juego de artificio que resuena tanto en el imaginario de su autora como en el de los públicos. De lo macro a lo micro y viceversa, esa es la consigna y gesto que, podría decirse, emparenta a algunas obras de Carolina Antoniadis con las de Frans Ackerman.
La perspectiva oblicua, por su parte, nos retrae a la noción de submundos. Hay una especie de enfoque caleidoscópico, pero si a mundos dentro de mundos se refiere, un concepto más adecuado es el de fractal: infinitos universos de infinitos universos.

Deseo
Los colores contaminan el conjunto y extraen la realidad de lo representado. La figura y su entorno, sobrepuestos y difíciles de separar, enrarecen la reflexión en torno a una realidad que se compone y descompone simultáneamente. Es como si las personas y el decorado fueran igualmente significativos, igualmente alegóricos, propuestos en un espacio donde la genealogía de la autora toma, envuelve y desenvuelve el imaginario desde el que se originan. Así, Carolina Antoniadis guarda sus escenas y las presenta a través de registros poéticos: “Entre nosotros debe haber muchas pérdidas. Cuando todos se van, las palabras se pierden y te quedas con las imágenes, desde las que hay que reconstruir y descifrar”, explica. Ese es el deseo anunciado: rehabitar, y quizá sea allí donde se reside la clave vital de estas obras.