Página 12, 16 de mayo 2006

En sendas exposiciones simultáneas, en el Centro Recoleta y en la Galería Del Infinito, la artista presenta un recorrido placentero y nostálgico de veinte años de pintura.

Carolina Antoniadis nació en Rosario (1961), pero se formó e hizo toda su carrera artística en Buenos Aires. En estos días la artista presenta dos exposiciones simultáneas, en el Centro Cultural Recoleta (con el título Domus referencial) y en la Galería Del Infinito (Pretérito pluscuamperfecto).

Los títulos de ambas muestras –en las que resume veinte años de pintura– remiten a los núcleos temáticos de su obra: la casa –como mundo–, la intimidad, la vida familiar, la infancia, el tiempo pretérito. El clima general de su obra va de la celebración a la nostalgia.

Para ella la pintura es algo familiar –conocido, cotidiano, entre aprendido y heredado por lazos de sangre– desde que era una niña. En su casa paterna estaban colgados los cuadros pintados en la década del ’30 por su abuelo Demetrio Antoniadis, un paisajista a quien no conoció. Por la vía materna se familiarizó con la moda y la decoración, a través de su abuela modista y de los figurines que hacía su madre. Como lo tuvo siempre ahí, en casa, el árbol genealógico –con sus ramificaciones– resulta constitutivo de su obra y es uno de los ejes de sus muestras.

Antoniadis exhibe su trabajo desde hace dos décadas, a través de muestras individuales y colectivas en la Argentina, Chile, Brasil, Francia y Estados Unidos. Recibió el premio Adquisición Telefónica de Argentina a la Pintura Joven (1995), el primer premio de la Fundación Klemm (1997) y el premio Leonardo a la Artista del Año otorgado por el Museo Nacional de Bellas Artes (1997).

Su obra oscila entre la superficie y el color y allí resulta clave el paradigma del diseño, el pattern, como motor pictórico. La suya es una pintura barroca y manierista, cargada de imágenes imbricadas, en donde cada zona de la superficie pintada cita, remite u homenajea tradiciones pictóricas y decorativas. La condición decorativa y “superficial” es eje y centro, porque la llamada “realidad” sería, como parece mostrar esta pintura, esencialmente visible. Esto vuelve relevante la superficie como sucede con la teoría lingüística de Noam Chomsky, para quien la superficie –del lenguaje– permite rastrear (por presencia de una cantidad de componentes o incluso por la huella que deja la ausencia de otros) todas las operaciones y transformaciones que condujeron a su aspecto actual.

En este juego de superficies y apariencias, la tapicería y la moda son dos de las tradiciones más citadas en las pinturas de Antoniadis. Géneros, texturas y prendas de todo tipo desfilan en sus telas. La visión plana de sus cuadros, así como la ausencia de sombra se combina con una continua fragmentación de la imagen y los planos. Esa condición fragmentaria funciona como un recurso compositivo y como principio constructivo. Cada pieza se transforma en un artificio devorador de imágenes, que se alimenta vorazmente de todos los recursos barrocos. Y a la voracidad se le suma el vértigo.

Antoniadis toma las claves de una estética decorativa convencional, como la del estampado textil, y la trabaja paródicamente a través de un complejo barroquismo de superficies y texturas, combinado con figuras salidas de los recuerdos y de la proyección de fotografías familiares. Sus imágenes comienzan por describir una cotidianidad que por el contraste, la enumeración y la complementación de componentes, se vuelve ideológica, ya que construye sentido por acumulación y contigüidad. Las pinturas más recientes recombinan formas abstractas concéntricas que se extienden, como una onda visual expansiva, hacia todas las figuras pintadas. A lo largo de la muestra del Centro Recoleta (donde hay una ambientación, en la que las paredes funcionan como planos pictóricos con grandes pinturas realizadas sobre ellas a modo de ecos de sus cuadros a gran escala) la artista traza una genealogía familiar concreta porque exhibe obra de su abuelo, figurines de su madre; fotos de (y por) sus padres; fotos de su hermano Leonardo (un reconocido fotógrafo que vive en París). La referencia familiar marca la doble filiación a la que la pintora adscribe (pintura, diseño, también fotografía). La muestra se vuelve entonces un pequeño museo familiar, con todo lo que tiene de novela familiar freudiana y de familiarización y subjetivación de la pintura.

Por Fabián Lebenglik