Revista Ñ, 31 de agosto de 2019

Con diversidad de medios, la artista capta una doble expansión: la de su poética y la de esa disciplina en el arte contemporáneo.

En 1989 Carolina Antoniadis viajó por primera vez a los Estados Unidos y quedó fascinada con las serigrafías de Andy Warhol. Al regresar, ganó una beca de la Fundación Antorchas para estudiar serigrafía con Pablo Obelar. La muestra Carolina Antoniadis. La estampa en el campo expandido que puede verse estos días en el Museo Nacional del Grabado –con sede en la Casa Nacional del Bicentenario–, posibilita seguir su intenso trabajo con la serigrafía desde aquel viaje y aquella beca hasta mediados de los años 90, tras lo cual el impulso de la artista se resguardó en la cerámica, para cobrar nueva visibilidad y posibilidades desde el año pasado.

Con la curaduría de Florencia Qualina, el recorrido permite pensar una doble expansión: la del grabado en el arte contemporáneo, que con creciente frecuencia rompe el cerco de su lenguaje para enriquecerse y enriquecer otras disciplinas y poéticas, y aquella de la obra de Antoniadis, que ha sabido establecer un fructífero diálogo entre serigrafía, pintura, cerámica, dibujo y diseño en distintos puntos de su trayectoria.

Entre las serigrafías recientes se encuentra la serie homenaje a Isabel Coca Sarli que Antoniadis finalizó –sorprendente coincidencia– en el mismo momento de la muerte de la actriz. Si Warhol hizo a Marilyn, la artista se preguntó cuál era el ícono femenino hólogo local y de inmediato apareció la célebre actriz argentina, a quien viste con motivos decorativos característicos de su repertorio formal. Esta imagen es interesante, asimismo, para pensar las históricas relaciones del grabado con lo popular y con los modos de la cultura de masas y como una de las vertientes de la dinámica obra de Antoniadis.

El poder reproductivo del grabado se presenta en su trabajo con variantes, tal cual se observa en las cerámicas. La vajilla, relacionada con un uso cotidiano y un costo accesible, ofrece rasgos que la vuelven única: un mismo módulo puede repetirse pero nunca en la misma disposición y cada pieza narra una pequeñísima historia imaginada para incentivar un acercamiento entre comensales que apenas se conocen.

La repetición de formas y motivos representativos de sus temáticas aparece en composiciones muchas veces cercanas al rapport –proceso de diseño utilizado para la creación de estampados textiles– como consecuencia de su más de diez años de enseñanza en la carrera de Diseño de Indumentaria de la Universidad de Buenos Aires. La serigrafía sobre tela “Traje” (2019), basada en un diseño de la artista de 1987, pende majestuosa en uno de los espacios en los cuales se segmenta la sala y acompañada de figurines de fines de los años 80.

La recuperación histórica de una parte de la producción de la artista guiada en esta ocasión por la serigrafía es el motor que la llevó el año pasado a una nueva expansión del grabado. En la muestra, encontramos una pared de vidrio con motivos realizados con pigmento, en una propuesta efímera. “Había estado trabajando la serigrafía con pigmento puro sobre la pared y probé si el pigmento se adhería sobre el vidrio y pasó”, explicó Antoniadis a Ñ con ese entusiasmo permanente de búsqueda y experimentación, que le da a su obra una vuelta siempre novedosa dentro de su reconocible poética.

A fines de los 70, la crítica estadounidense Rosalind Krauss se refirió a la noción de campo expandido como característica del posmodernismo y en relación a la escultura. La práctica artística ya no se definía a partir de un medio dado, sino “en relación con las operaciones lógicas en una serie de términos culturales”. En Domus ornamental, el libro que reúne la obra de Antoniadis, se habla de la expansión de su fundamental y destacado trabajo en pintura hacia los muros, las intervenciones públicas e instalaciones. Y la artista supo articular serigrafía y pintura, como vemos por ejemplo en las obras “Gemelos” y “Orgánico”, de mediados de los 90.

Antoniadis cuenta, en una entrevista con Qualina incluida en el catálogo, que le interesaba “introducir un mix entre William Morris –siempre me fascinó– y Andy Warhol, combinar lo artesanal y lo industrial en una misma obra”. Es lo que sucede en el díptico “La Bella y la Bestia”, de 1992, que reúne pintura acrílica y serigrafía sobre tela estampada –presente en la exposición con una de las partes– donde está representada una silla de Gerrit Rietveld y unos sillones estándar de los años 50, combinándose así el diseño popular y el diseño puro. También es posible afirmar que la artista “expandió” en toda su producción los motivos ornamentales al volverlos protagonistas de sus representaciones y colaborando en la filiación de su obra con el neobarroco.

La superposición, confluencia y “reciclado” (término empleado por la artista) de técnicas, motivos, temas, estilos, disciplina, materiales y épocas se sintetizan en dos paredes de la muestra. En una de ellas encontramos un empapelado de este año con círculos rojos pintados a mano y un ornamento floral serigrafiado en negro y dorado. Colgados en esta superficie se exhiben dos grabados: una aguafuerte aguatinta de 1981 con la representación de una silla, de su época de estudiante en la Escuela de Bellas Artes, y la serigrafía “El fin de los Sueños” (1990) con la representación de una ventana hacia un interior doméstico. En otra pared, gacelas, cabezas y motivos florales en rojo, dorado y azules, suspendidos sobre una pintura gris y un empapelado, son el fondo donde se apoya una pequeña tarima con preciosos platos de cerámica.

Antoniadis también expandió durante estos años una emocionalidad vinculada con su historia personal, familiar e inquietudes artísticas llevada a las obras de tal manera que, con frecuencia, nos transmite que lo aparentemente simple y cotidiano es un tesoro cuya finitud es posible extender con la memoria del arte y su perdurable belleza.

Antoniadis también expandió durante estos años una emocionalidad vinculada con su historia personal, familiar e inquietudes artísticas llevada a las obras de tal manera que, con frecuencia, nos transmite que lo aparentemente simple y cotidiano es un tesoro cuya finitud es posible extender con la memoria del arte y su perdurable belleza.

Por Laura Casanovas